domingo, 20 de febrero de 2011

*

—No me salgas ahora con que no eres un descreído como yo y quieres llegar impoluto de corazón y de bajos al lecho nupcial, que eres una alma pura que ansia esperar ese momento mágico en que el amor verdadero te lleve a descubrir el éxtasis de la carne y el alma en unísono bendecido por el Espíritu Santo y así poblar el mundo de criaturas que lleven tu apellido y los ojos de su madre, esa santa mujer dechado de virtud y recato de cuya mano entrarás en las puertas del cielo bajo la benevolente y aprobadora mirada del Niño Jesús.
—No iba a decir eso.
—Me alegro, porque es posible, y subrayo posible, que ese momento no llegue nunca, que no te enamores, que no quieras ni puedas entregarle la vida a nadie y que, como yo, cumplas un día los cuarenta y cinco años y te des cuenta de que ya no eres joven y que no había para ti un coro de cupidos con liras ni un lecho de rosas blancas tendido hacia el altar, y la única venganza que te quede sea robarle a la vida el placer de esa carne firme y ardiente que se evapora más rápido que las buenas intenciones, y que es lo más parecido al cielo que encontrarás en este cochino mundo donde se pudre todo, empezando por la belleza y acabando por la memoria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario